Acercándonos a una catástrofe sin precedentes

El volcado ininterrumpido, anual, mensual, cotidiano de miles, millones de toneladas de detritus, a menudo contaminantes en áreas muy afectadas; los mares  y los vaciaderos en tierra a cielo abierto.[2] Se hace desde las costas, tierra adentro y desde los barcos.

Las megalópolis se presentan como culmen de nuestra civilización y a la vez como una de las “máquinas infernales” con contaminación masiva y generalizada.

Nos encontramos como humanidad, como planeta, cada vez más ante una serie de fenómenos nuevos, a la vez ominosos.

Cada vez son más los spots, los anuncios, los podcasts, los envíos, los pequeños clips, minivideos, que lo anuncian. Y ciertamente, todo el concierto ambiental onusiano también.

Lo que se observaba hace veinte o treinta años en Europa y en otras zonas industrializadas del planeta; incendios forestales, por ejemplo, cada vez más frecuentes y devastadores, o deslizamientos de tierra, temporales grado 5 a 250 km. por hora, o rotura de diques de cola, cualquiera de dichos fenómenos arrasando poblaciones, cultivos, están sufriendo una intensificación sin precedentes.

Siempre queda, empero, una duda. Como cada vez estamos más presentizados por vía de intercomunicaciones permanentes, cuesta mucho discriminar cuanto es aumento real de acontecimientos climáticos catastróficos y cuanto es el acceso a conocerlos lo que nos induce a considerar que han aumentado (catastróficamente).

Porque siempre hubo, por ejemplo, temperaturas insoportables. En el Sahara; a principios del siglo XX se había registrado 78 grados centígrados en Tripolitania (texto para escolares en Uruguay El mundo tal cual es) en tanto que en algunos lagos finlandeses se alcanzaban en invierno los 60 grados bajo cero, y la respiración debía hacerse muy contenidamente; permitir la entrada de mucho aire helado podía quebrar bronquiolos.

Los desajustes entre percepción y realidad son muy significativos. Porque si entendemos que se trata de una cuestión de percepción, no existe nada que pueda considerarse “calentamiento global” -y existe toda una pléyade o sarta [elija el lector] de negadores de semejante fenómeno- y si se trata de la realidad, estamos entonces ante una problemática de un alcance inigualado, de una gravedad sin precedentes. Ante lo cual el estallido del volcán Krakatoa (en 1883, alterando con sus olas el océano Índico y registrado sísmicamente en el mundo entero), las bombas atómicas que EE.UU. descargó en 1945 contra Japón acabando con la vida, asesinando a centenares de miles de humanos, las mismas “Guerras mundiales” (1914-1918 y 1939-1945, que en rigor es solo una, aunque con un significativo cambio de “personajes”), podrían resultar “pequeños acontecimientos”.

Las advertencias menudean. Y la percepción del auditorio planetario, sentado antes las pantallas cinematográficas, televisivas, de computadoras, de celulares- es machacada permanentemente.

No sabemos cuanto hay de verdad en cada una, pero sí que un tercer factor: el desarrollo tecnológico cada vez más extendido y sobre todo profundizado en las sociedades humanas está modificando cada vez más nuestro hábitat. ¿Seriamente o gravemente?. El consiguiente uso de energías y materias primas, siempre creciente sobre un fondo material, planetario, limitado, siempre el mismo, puede estar dando lugar a las complicaciones ambientales que se atribuye a los cambios climáticos. Recordemos la ácida comprobación del economista Frederick Soddy, que en los ’20 llegó a darse cuenta

-inigualada perspicacia- que los humanos (algunos) estaban usando en décadas o siglos lo que al planeta le había costado millones de años forjar (minerales, petróleo, gas).

 El desequilibrio entre los despliegues tecnológicas y el fondo material en que vivimos; nuestro planeta, se va haciendo cada vez más patente; un vértice sobre el que se apoya la pirámide del edificio humano.

Muy diversos lugares registran trastornos sin precedentes: incendios en California, desprendimientos de hielos antárticos y árticos, inundaciones en Europa y Asia, sequías en África y América del Sur.

Frente a este estado de situación, suenan alarmas. Y precisamente en ese acto, cada vez más frecuente y plural, que es a su vez preocupante por el escamoteo permanente, podemos apreciar lo lejos que estamos de atender y entender la ecuación a la que estamos tratando de apuntar.

Tomemos un ejemplo que ha ingresado masivamente en nuestras pantallas y pantallitas: Hope. Uno videíto de tantos. De origen hispano que procura “concienciar”. [1]

Hope pasa revista a varios trastornos de tipo climático; un tornado que deshace una pequeña ciudad canadiense, mientras pesaba en el lugar una ola de calor de 50 grados, que arroja cientos de muertos en junio 2023; servicios eléctricos interrumpidos porque se han fundido los envoltorios plásticos de los cables; miles de millones de almejas y otros bivalvos literalmente cocinados con el calor en las costas; en California se ha quintuplicado la cantidad de incendios respecto del año pasado en estas mismas fechas, recordando que aquéllos habían sido ya mayúsculos entonces, y que la sequía había obligado a vender ganado imposible ya de cuidar. Ahora, los dueños de plantaciones están erradicando la mitad a ver si ante la escasez de agua se puede preservar siquiera la otra mitad (la tarea de arrancar árboles, a menudo frutales, resulta una pesadilla).

Junto con la sequía extraordinaria en  California, hay inundaciones en Detroit.

Otra sequía pavorosa en la isla de Madagascar arrasando un área africana toda ella ya muy golpeada y desde hace muchos siglos por el extractivismo feroz y permanente de la rica, moderna y civilizatoria Europa.

En Miami, la salinidad del agua ha corroído cimientos de edificios costeros que caen como castillos de naipes (suponemos -por las imágenes presentadas- que no son de temporada turística y están consiguientemente vacíos); monumentos del derroche american.

Luego de la atroz descripción de calamidades el video informa que todo esto apenas acaece con un grado centígrado de aumento de la temperatura global, pero que se teme lleguemos, con las políticas económicas vigentes, sin esfuerzo, a 3 grados.

¿Explicita en algún momento de qué se trata? Ni por asomo.

¿Plantea una vía de superación o salida? Para nada.

El video nos recuerda que “nos acercamos al punto de no retorno”. Pero entonces sobreviene la buena noticia (esperadísíma, claro, luego de la ristra de males): ¡oh maravilla!, que “estamos a tiempo” para revertir este proceso.

“Tenemos que reducir a cero las emisiones de efecto invernadero tan pronto como humanamente sea posible” [una frase vacía]  y a la vez avisa que habría que “restaurar a gran escala los ecosistemas que equilibran el sistema climático global.” Chocolate por la noticia.

Ni una palabra acerca de cómo. Con lo cual todo el repertorio de calamidades resulta un golpe de efecto, una amenaza artificiosa.

Porque Hope se cuida muy bien de indicar alguna medida concreta, alguna política a optar.

Exige “acción climática de emergencia para llegar a tiempo”.

Hope (modalidad dominante en todos estos mensajes de “advertencia” y descripciones catastróficas) ofrece datos escalofriantes, augura desastres todavía peores, y a la vez avisa -mensaje  esperanzador luego del sacudón- que estamos todavía a tiempo para conjurarlo. ¿La clave? Nos dicen: “reducir a cero las emisiones de efecto invernadero”. ¿Todo explicado entonces? No. Solo frases.

La humanidad, sin embargo,  viene encontrando que no hay cómo reducir casi nada “tan pronto como sea humanamente posible.”

Pensemos en nuestro modo de vida cotidiano.

Quien tira en una bolsa al efecto las cáscaras de la fruta, junto con la vajilla de use y tire, una camiseta raída, las cajas y estuches descartados tras un único uso, considera que actúa correctamente, incluso con orgullo ciudadano. Tal es el lavado de cerebro que tenemos.

Y quien recoge, a veces más mal que bien, con una bolsita de plástico la mierda de su perro o perrhijo que el can había depositado en tierra al lado de un árbol, y lleva luego esa bolsa malolienta a un recipiente de desperdicios (donde hay restos de pizza, vasos de helados, volantes de propaganda) cree a su vez que actúa con “responsabilidad cívica o ambiental”, exonerado de culpa y cargo tras haber claveteado un clavo más en el féretro planetario que estamos construyendo; y así el que contamina de  buena o mala gana con su auto cada día o con viajes de avión que puede repetir todas las veces que considere necesario…

Lo que habría que hacer es un diagnóstico más preciso, con todas las dificultades que encierra semejante tarea porque lo que vemos es que los sistemas y subsistemas planetarios están crecientemente alterados por la acción humana.

SUMIDEROS DE DESCARTE

El volcado ininterrumpido, anual, mensual, cotidiano de miles, millones de toneladas de detritus, a menudo contaminantes en áreas muy afectadas; los mares  y los vaciaderos en tierra a cielo abierto.[2] Se hace desde las costas, tierra adentro y desde los barcos.

La contaminación es al planeta lo que el cáncer a cualquier cuerpo. Un “crecimiento” inorgánico, una malformación fuera de control.  En algunas de sus formas suprime trabajo humano. Pero a un costo ambiental altísimo. Y a un costo social inaceptable, “permitiendo” o promoviendo epsilones (los de siempre o novedosos) que hagan las tareas sucias de toda la sociedad. Pero la cuestión es tan grave y generalizada que resulta  a la larga inviable, eso de limpiar con mano ajena.

Porque se trata de algo que nos atañe a todos.

Nuestro planeta es realmente inmenso. Nuestros viajes, nuestras comunicaciones, lo han puesto mucho más al alcance de nosotros, los humanos. Pero ha sido nuestra generación de contaminación,  la que lo ha achicado.

Porque la contaminación, como en otro tiempo dios, está en todas partes.

Tomemos nuestros viajes y desplazamientos. Nunca la humanidad ha tenido tantos viajes de recreo.

¿Qué desplazamientos? Hay quienes tienen miles de millas viajadas [3]

Ésa es otra de las bombas de tiempo que hemos emplazado entre nuestro esqueleto y nuestra sombra.

Detengámonos un momento en la distinción entre viajero y turista: siempre hubo viajeros y algunos han dejado sus testimonios imperecederos. El viajero abre un viaje, que puede tener retorno. Que incluso suele tenerlo. Pero ese viaje está abierto, en el espacio y en el tiempo: eruditos y filósofos medievales solían viajar hasta una de las principales bibliotecas de lo que llamamos antigüedad, en Timbuctú, en el actual Malí. Como se trataba de leer por lo menos, esos viajes, de por sí trabajosos, solían llevar un año como mínimo. El turista, lo dice la etimología, da una vuelta. Va pero con el retorno asegurado. Es un viaje cerrado. Al partir, ya sabe en qué hoteles se  hospedará, a qué hora saldrá de tal ciudad, para llegar con exactitud “calmante” a cada sitio previsto y cronometrado. Es otra idea de viaje. Cerrado. Predeterminado. Pérdida total de libertad. Pero atosigamiento de consumo en forma de fotos, imágenes, videos.

Habría que examinar si hemos ganado o perdido con la sustitución, bastante generalizada, de viajeros por turistas.

Pero tanto los desechos como los viajes contaminantes son apenas “grajeas” en el devenir planetario en que nos encontramos, como especie ensanchando la acción humana ¿muy por encima de qué? Ya conocemos la objeción: no tenemos marcos; nuestra marcha es infinita, como la vida.

Así y todo, vale la pena reparar en datos duros: la contaminación atmosférica, el aire en suma, ya no es el que conoció el planeta y la humanidad en el pasado: la radiactividad, por ejemplo, está cada vez más generalizada, la selva química está totalmente fuera de control,[4] alterando nuestro planeta de un modo cada vez más radical e imprevisible.

Secuelas de la pandemia + guerra de Ucrania = ecuación imposible para afrontar el cambio climático y alcanzar la sostenibilidad

La inteligencia artificial, por su parte -otro paso de siete leguas en los desarrollos tecnológicos, -como la reproducción 3D- nos pone frente a una nueva problemática, ahora epistemológica, sobre los alcances de lo verdadero.

En rigor, siempre habíamos vivido en un mundo de escasez. Ésa es nuestra condición finita. La idea de omnipotencia, de amortalidad (definición de un filósofo del No Limits; Yuval Harari) ha empezado a inficionarse en nuestro mundo, y considero que es una confusión provocada por nuestra hybris tecnológica. O tal vez, apenas un paso más en la american way of life; el modelo de la cultura dominante, por doquier.

¿Vamos a seguir gastando el planeta como si fuera infinito? Nos parece ver en eso un significativa miopía abstracta; no ver los datos, sencillamente.

La modernidad hipertecnologizada nos ha impuesto la modalidad de No limits. Un rasgo cultural dominante en nuestra sociedad actual, fundamentalmente la de los países centrales, de las capas medias modernas y aggiornadas. La cuestión es dilucidar si tal presupuesto es fruto de la realidad (para todos  igual) o de cierto ombliguismo de la cultura dominante.

Tengo la impresión que la red cultural de nuestra modernidad es como una suerte de borrachera tecnológica, que nos impele, por ejemplo, a nuevos artilugios en los más variado ámbitos; la carrera del consumismo.

Llegar a entender que vivir bien, como viven los multibillonarios, es nocivo, ¿nos puede llevar a un ascetismo de tipo calvinista? Eso haría a la enmienda peor que el soneto.

Habrá que tenerlo en cuenta. Porque el calvinismo e ideologías de ese tenor han sido el fundamento para crear un confort aplastante para seres “elegidos” por encima de sus congéneres.

Y una pregunta, que anotamos como provisoriamente final: ¿cuál es la relación del mundo hiperdesarrollado de matriz occidental con China?

“Lo que sucedió en China durante muchos años es que invirtieron mucho y de manera inteligente en la capacidad de procesamiento para convertir ‘tierras raras’ desde la mina hasta el imán”, explica Allan Walton, profesor de metalurgia en la Universidad de Birmingham. [5]

Y Andrew Anglin, autor de la nota, recién citada, estima que “China abastece el 87% de las tierras raras [6] del mundo entero.

Que a su vez generarán nuevos problemas ambientales, probablemente agravados: 

“Todo este proyecto verde es tan destructivo que incluso países del tercer mundo dicen “no podemos tener esta mierda en nuestro país, es demasiado venenosa”.[7] (ibíd.)

Pero estamos lejos de agotar lo que tenemos en perspectiva: no hemos dicho ni una palabra de lo militar. Que nunca ha perdido protagonismo en la sociedad y que, con cierto aumento de las tensiones, de las escaseces, de los avances en conocimiento y conciencia, deviene un factor que puede ser primordial.

Baste recordar que el concepto de overkill se refiere a la “capacidad” que los arsenales de los países más pesantes -sobre todo los de armamento nuclear- tienen, para aniquilar a toda la humanidad. ¿Diez, cien o mil veces? Pero todos están contestes en que los armamentos ya existentes podrían eliminar TODA la vida humana… varias veces.

Nos consta que la vida vale más.

Notas:

[1]    Suponemos que para ampliar su alcance empieza titulando el mensaje en inglés. La imposición del inglés como lingua franca se hace, como dicen los gallegos “a la chita callando”; conocen, conocemos,  la eficacia de tal método. Tenemos, por ejemplo,  a los veintitantos estados de la Unión Europea, ahora sin miembro anglófono alguno, que se intercomunican en inglés.

Se sobreentiende que los europeos, la vanguardia cultural, tecnológica, idiomática, del mundo -así son percibidos por algunas tradiciones culturales y se perciben a sí mismos- no va a andar usando otra lengua.

[2]  La mitad de los desechos domiciliarios son restos alimentarios (que ya no son alimenticios). En una ciudad como el GBA son entre 8 000 y 15 000 toneladas diarias. Leyó bien. En  una como Montevideo, varios centenares de toneladas. Eso es lo que suele aglomerarse en montañas de restos (que en general son mucho más tóxicos, porque con los residuos alimentarios van los restos de plásticos, papeles, ropas, adminículos metálicos, cartones,  estuches, vidrios, medicamentos.

Una separación rescatando para compostar solo los restos alimentarios de origen vegetal, generaría un humus inmenso, fértil, que permitiría ganar tierra y consiguientemente afianzar cultivos. Era la tarea normal y cotidiana de casi todos nuestros abuelos viviendo no sólo “en el campo” sino en poblados pequeños. 

[3]  Tendríamos que decir kilómetros -un acuerdo sobre medidas del siglo XVIII que se generalizó en Occidente- pero el mundo rico de habla inglesa y sus empresas, para hablar de profusión de viajes  lo hace en millas.

[4]  En las decenas de miles de productos químicos diseñados por humanos, apenas un bajo porcentaje, alrededor de un 10%, tiene lo que podría llamarse una ficha técnica, identitaria, acerca de sus cualidades. Todo el resto tiene apenas el reconocimiento de una función o el puñado de características por las cuales ha sido diseñado. Si ese producto tiene otros rasgos tóxicos o contraproducentes en algún sentido… se descubrirá en su aplicación. Que podría ser, así, catastrófica. Es lo que ha pasado con la talidomida o el Vioxx, con los clorofluorocarbonados, el teflón, el DDT y un largo etcétera.

[5]   https://www.unz.com/aanglin/china-has-total-ability-to-thwart-the-idiotic-green-agenda-that-western-anti-china-lunatic-are-pushing//?lang=es

[6]  Se trata de materiales en general descubiertos recientemente, y devenidos básicos en celulares, turbinas de molinos de viento, lámparas fluorescentes que ahorran energía, vehículos híbridos, fibras ópticas…

[7]  Ibíd. Aclaro que esta referencia al escepticismo del Tercer Mundo a implantar en sus territorios proyectos altamente contaminantes no se aplica al menos en dos países que conozco: Argentina y Uruguay. Cuyos dirigentes, diferentes entre sí, confían en las inversiones, promesas y apropiaciones del capital transnacional. En el despojo, en suma. Uruguay hace hoy un ejercicio práctico de esa entrega que deviene fácilmente en despojo: nuestro país carece, mejor dicho perdió el agua potable de toda la zona central del país, la capital incluida, por afanarse en hacer (pésimos) negocios con transnacionales que se adueñan del agua. Esas transnacionales siguen contando con agua potable o potabilizable en sus usinas, a diferencia de los habitantes comunes, que reciben un agua de pésima calidad sanitaria (no recomendada para hipertensos ni cardiacos ni con afecciones urinarias, que tampoco sirve para cocinar.

Luis Ernesto Sabini Fernández para La Pluma

Editado por María Piedad Ossaba

Publicado por Revista Futuros,10 de agosto de 2023